Crítica de El sabor del sake, de Yasujiro Ozu

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Yasujiro Ozu era un maestro de la dirección. Tenía una capacidad tan inmensa para mantener la atención y controlar el ritmo, que incluso acabó por traspasarse a su vida personal, el ritmo. El director japonés falleció exactamente el mismo día que nació, 60 años después, un 12 de diciembre de 1963. Una vida larga, en términos cinematográficos, aunque corta, en términos vitales. Lo lógico es que hubiera llegado a los 90 años, siguiendo este símil, pero el cáncer es así, bastante hijo de puta. Y es que además se lo llevó en el mejor momento de su carrera; como si de una película romántica se tratara, su vida terminó cuando más enamorado del Cine estaba y el Cine lo estaba de él: los espectadores no sabremos qué le pasará a la apasionada pareja tras “The End”, fundido en negro, pero al menos en el caso de Ozu hemos podido comprobar que el Cine aún no se ha olvidado de él, sino que más bien ha llegado al momento de mayor añoranza hacia su persona.

Porque su cine es único e inimitable, salvo por él mismo (a su modo lo ha intentado Kore-eda y su aprendiz en Una familia de Tokio), y quizá por eso ha resistido tan bien al paso del tiempo; pese a lo estático de sus imágenes, siempre en claro contraste en relación a lo que viven sus personajes: una íntima revolución vital, un cambio cultural, una perenne tetera en una cocina manteniendo la misma utilidad y razón de ser para la que fue construida tras los años, pese a los cambios y modernidades de su entorno. La querencia por el tiempo y las estaciones. La ropa tendida y lo que hay detrás. Los barrios y los bares, las casas y los vecinos, las conversaciones sin oyentes y los oyentes que no escuchan.

El sabor del sake (1962) fue el último film dirigido por Ozu, un hombre que, por hacer, hasta se hacía fotos delante del espejo antes que otros lectores de este texto. En fin, decía que El sabor del sake ha quedado en la Historia del Cine como la última obra del magnífico realizador japonés, y eso ya te deja un cuerpo extraño. Alguien definió la melancolía como la alegría de estar triste (no fui yo), y El sabor del sake es un poco así, la acabas de ver con la sensación de que la vida es bonita pero triste, y eso a su vez te reconcilia contigo mismo y también con la vida. Desarrollada prácticamente como un remake de su cinta Primavera tardía (1949), cuenta las vicisitudes de una familia formada por un padre viudo y una hija de 24 años que empezarán a replantearse su futuro, en una sociedad cambiante, pero que aún lucha –débilmente– por mantener sus raíces alejadas del riego de la Coca-Cola.

Con estos ingredientes sobre la mesa no sé si convenceré a alguien que esté acostumbrado a ver sólo cine posterior a los 80 ó 90, o a los que creen que Old Boy es la mejor película de la Historia, o a los que piensan que Quentin Tarantino y Martin Scorsese de ahora son los directores más guays del mundo porque sus diálogos molan, hay sangre y dicen muchas palabrotas (sin valorar lo que quieren contar con ello), pero si perteneces a alguno de estos grupos negacionistas del pasado, ya verás cómo El sabor del sake te resulta, cuanto menos, interesante… y si no, hazte una foto en el espejo enseñándonos tu cara nada más terminar el visionado de esta obra maestra.

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