Tras tu intento -inútil- por ser indiferente al mundo y el mundo indiferente a ti, has terminado tus estudios de sociología en la universidad. Ya no tienes 25 años, sino que superas la treintena. Trabajas sin tiempo para deambular sin rumbo por la ciudad, pero el espejo de tu habitación aún muestra las cicatrices de tu rostro y el cenicero aún sigue al borde de tu mesa, repleto de cigarrillos. Intentas mantenerte ajeno al curso de los días y las horas, como antes, aún en tu buhardilla. No tenías sueños entonces, tampoco los tienes ahora; bien sabes que nunca los habrías cumplido. Tu indiferencia ha dado paso a otro sentimiento.
Odias. Odias sin violencia, sin agresividad, sin motivo concreto. A la gente que se amontona en los autobuses a pleno sol, en busca de un asiento, a los que aguardan al último nocturno del día, a las personas que se apelotonan en el metro en hora punta, sudando horas de trabajo o su falta de puntualidad. No odias a nadie en concreto, a alguien más que al resto, sino a la masa uniforme que te acompaña a todas partes, con sus rostros diferentes pero siempre iguales y que siempre olvidas.
A los ancianos que han pasado por todo, a los niños que no saben nada, a los jóvenes que creen saberlo todo, a los adultos que todo lo piensan en voz alta. A los ricos, a los pobres, a la clase media, a la alta burguesía; a cada uno de tus congéneres. A ninguno lo conoces, pero sabes lo necesario; te da la impresión, al menos, que por el propio trato que te dispensan en la cola de cualquier supermercado, en los parques o en las plazas, ninguno siente por ti ningún aprecio, que todo es recíproco.
Homenaje a Un hombre que duerme, un libro escrito en segunda persona
Te dices cada día que no les odias por una razón superior a otra, que es una cuestión de indiferencia imposible, pues es lo que te gustaría sentir ante todas esas personas que te rodean, que te miran, te juzgan y reprochan tu falta de iniciativa, de educación o de experiencia en la vida; en definitiva, tu falta de ambición, tu incapacidad para estar hecho de la pasta que la sociedad moderna está pidiendo.
Pasas las horas y los días en tu cuarto, tumbado sobre tu fiel banco estrecho, ese intento de cama, deseando no salir más que para entrar a cines vacíos y visionar otra película igual que la anterior, pero la realidad es siempre más fuerte que tú. Tu indiferencia convertida en odio cada vez se asemeja más al hastío por lo que la vida tiene que ofrecer, por lo que tú tienes que ofrecer a la vida. Has olvidado a tus amigos, también ellos a ti, a pesar de ellos, a causa de ellos. No sigues los consejos de nadie, no quieres oír a nadie recomendándote, diciéndote que es bueno mantener las amistades por si acaso. No te atrae el interés como razón, no entra en tu forma de ser. No quieres contactos que favorezcan tu entrada en el mundo laboral, no quieres competir contra nadie por nada, porque no aspiras a nada.
Odias a los que recogen, odias a los que dan. A los que perdonan pero no olvidan, a los que olvidan sin más. A los cuerdos y dementes, a los forasteros y oriundos. A Dios, teórico culpable de tu inexplicable e insignificante existencia, a la Patria y al Rey, también a la República. A los reaccionarios de bar, a los revolucionarios de sofá, a todos sin excepción. Y a los indiferentes, como tú.
«Estás solo, y al estar solo, no has de mirar nunca la hora, no has de contar nunca los minutos. No has de abrir de nuevo tu correo febrilmente, no has de seguir decepcionado si sólo encuentras en él un prospecto invitándote a adquirir por la módica suma de setenta y siete francos los tesoros del arte occidental o una vajilla de postre con tus iniciales grabadas. Has de olvidarte de esperar, de emprender, de tener éxito, de perseverar. Te dejas llevar, y eso te resulta casi fácil.»
– Georges Perec. Un hombre que duerme. Impedimenta. 9788493711061.
Leí y califiqué Un hombre que duerme con ★★★★★ el 20 de junio de 2015.
(Madrid, 1987) Escritor de vocación, economista de formación, melómano, cinéfilo y amante de la lectura, pero más bien amateur.