Crítica de Réquiem por un campeón

Réquiem por un campeón 1

Si uno echa un vistazo al elenco de Réquiem por un campeón (1962), la primera pregunta que le viene a la cabeza, leyendo nombres tales como Anthony Quinn, Jackie Gleason, Mickey Rooney o Julie Harris (o incluso viendo el cameo inicial de Muhammad Ali), es: ¿cómo puede ser tan poco conocida?

Estrenada tan sólo un año después de El buscavidas y el mismo año que Lawrence de Arabia, puede que encontrarse entre medias de dos obras maestras del cine, siendo menos ambiciosa, haya influido. Porque si algo es incontestable aquí, en la película de Ralph Nelson, es que su claustrofóbica sencillez está llena de actuaciones muy complejas y muy poco artificiosas (sobre todo por parte de Quinn y Gleason).

Esta Réquiem por un campeón es un remake de una versión televisiva dirigida por el mismo Nelson, pero no se le ven las costuras. De hecho, tiene algunos detalles técnicos muy interesantes (a falta de ver la cinta original sin Ali), como el traveling de apertura, con los clientes del bar viendo una pelea en la televisión, o la misma escena de la pelea, rodada en primera persona. Sin embargo, sobre todo es destacable en el acercamiento al ring, y especialmente cuando toca salir de él. Ese mundo.

Un mundo desconocido para mí, sobre el que nunca he mostrado interés (más allá de la tertulia de 15 minutos protagonizada por Garci y Joseba Larrañaga). Un mundo, como el de otros tantos deportes, en el que cientos participan, y del que sólo conocen la gloria unos pocos. Años de dedicación y de trabajo, futuro de olvido, en su mayoría, y en este caso aún más: los golpes.

Réquiem por un campeón, de Anthony Quinn, Jackie Gleason y Mickey Rooney

Réquiem por un campeón 2

Réquiem por un campeón se acerca a todo eso, en su linealidad, en lo que dura un fin de semana de menos de 1 hora y media, generando en el espectador toda clase de sentimientos empáticos hacia el protagonista, ese boxeador que una vez llegó a estar entre los 5 mejores del mundo, durante la época de Rocky Marciano, y del que, tras 17 años sobre el cuadrilátero, apenas nada queda. Una mezcla de niño y hombre montañoso, mandíbula rota, hablar farragoso y contenido escaso, pasión y lealtad, actitud muy típica en las películas de Clint Eastwood. Una sensación de abatimiento constante que, en definitiva, no deja de cuestionarse el porvenir de quien es más simple, sus salidas tras la retirada profesional, y, cómo no, las compañías. Reivindicable.

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